La andalona

Esta es una historia vieja de este pueblo que ya es viejo. La mujer tenía un nombre apreciable, Rosa Gil, era la única de las veintitantas casas que sabía leer en el silabario de san Miguel y era también la única que podía enseñar a escribir las letras y a contar con los números tanto arábigos como romanos, cosa que servía de muy poco en el pueblo donde los ricos contaban apenas de seis a diez hectáreas de tierra y de cien a doscientas cabezas de ganado.

Rosa Gil era maestra. Era la maestra. Era una mujer delgada como una vara de tecolotillo, seco ya y listo para el bajareque. Siempre usaba el cabello recogido en una trenza apretada y recogida en un chongo más apretado, atado y adornado con un listón amarillo porque ese era el color del sol, el cabello siempre brilloso y oliendo al aceite de ajonjolí que molían y hervían por la tardes del verano, cuando el calor tenía el poder para secar las cobijas tendidas en lo que una niña aventaba tortillas y otra removía las semillas de calabaza. Las enaguas no eran de manta blanca como los pantalones de los campesinos, sino de telas floreadas como alas de mariposas que caían en la lomita del tobillo moreno. Las blusas todas tenían el mismo corte recto y cuello redondo con un cordoncito amarillo a manera de moño.

No era una mujer amargada a pesar de rondar los veinticinco años y de no haberse casado. En esos tiempos eso era de mucho andar en cuentos de lavadero, más bien, de piedras de río porque ahí era donde lavaban ropa la mayoría de las mujeres, y así unos decían que pobrecita no se había casado, y otras que era rara y tenía mal carácter, y por ahí que seguro tenía algún hombre escondido porque una noche, muy entrada la noche, habían visto la sombra de un hombre salir de su casa, y por allá que la habían visto llamando a Fulano de una manera por demás atrevida, y que más que la verdad Rosa Gil no valía ya ni un centavo partido por la mitad.

De cierto no se sabía nada. Es más, de diez niños en edad escolar iban a sus clases de manera regular siete de ellos, los otros tres iban más al campo y al ganado que a la escuela, porque, como decían sus padres, ya conocían las letras y los números, y no había más por conocer. Si alguna habladuría se hubiera confirmado seguramente las mujeres no habrían mandado a los chiquillos a la escuela.

Por otra parte, Rosa Gil no sabía ninguna otra cosa más, solo enseñar las letras y los números del silabario de san Miguel. No sabía moler para hacer tortillas, no sabía barrer las hojas que entraban a la cocina de bajareque, ni limpiar el cuarto largo de grueso adobe y todo pintado con la cal blanca, no sabía tortear chocolate ni preparar mole, no sabía cocer ajonjolí ni exprimir queso. En fin, todos decían a ciencia cierta, sin sombra de duda, que Rosa Gil era maestra de letras, pero que no sabía hacer nada más. Así era la vida de Rosa Gil hasta que llegó la novedad.

Cómo empezó todo y cuándo en tiempo preciso, nadie sabe, solo que por aquellos años en que nuestros abuelos eran muchachuelos de charpe y muchachos de tres pelos en la barba, por aquellas noches de calor sofocante y por aquellas otras de lluvia tormentosa y larga de pronto empezaron a escucharse lamentos, prolongados y lastimeros gritos que, como dicen, ponían los pelos de punta y las pieles de gallina.

¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! alcanzaban a escuchar poco después de que el reloj de la iglesia había terminado de contar nueve o diez campanadas de la noche. ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! comenzaba el grito tan poderoso que a pesar de los vientos o de los truenos se partía la noche como un gajo de naranja, que más, como el cascarón de un huevo que cruje y no pueden volver a juntarse las partes, y luego se iba confundiendo con el barullo de las hojas de los árboles que sobrenaturalmente mantenían el timbre de la voz humana. ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! y parecía que con el último látigo del rayo y el coletazo del relámpago acababa también el último gemido, que era más bien una queja bien honda, que sonaba como si le abrieran el pecho en dos, o las carnes se ajaran, ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss!

Comenzaron a decir que se había oído esto, que se había oído aquello, que por la calle de Isabelo Chávez, que no, por ahí no sino por la casa de Justino de Dios, y luego había bajado hasta don Moisés para agarrar la barranca de María Ruíz, así eran las versiones de unos que cambiaban para otros quienes la había oído por el panteón, cruzando la calle de Marcos y bajar a la de Jacinta, hasta que conciliaron en que el grito cruzaba todo el pueblo, unas noches por un lado y otras por otro, sin dejar calle ni barranca sin visita.

Un buen día Cirilo no pudo salir a ver a la novia porque se le hizo noche y, necio, agarró la calle del árbol grande que está en la barranca vieja cuando dieron las once campanadas, y antes de que diera media vuelta ya el cuchillo del grito se encajaba en el pueblo desde quién sabe dónde. Dio media vuelta para regresar a su casa cuando el grito sonó a sus espaldas, se volteó y alcanzó a divisar un trapo blanco, como tela de araña que revoleó detrás de la casa de la esquina, que en esos años era de Fidelia Díaz. A la semana siguiente Juan contó algo parecido, solo que él alcanzó a mirar que la figura vestía toda de blanco y parecía que volaba de lo rápido que iba.

Llegó el día en que la gente del pueblo se vio ante la disyuntiva de que al anochecer no era posible salir a las calles porque la andalona se apoderaba del pueblo con su espeluznante grito ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! y los jóvenes en edad de merecer tampoco podían salir a merecer porque aquel espeluznante grito se imponía sobre los cerros y los llanos, fluía en las aguas de las barrancas y por los meandros del río entre la oscuridad de sus agitadas corrientes, penetraba los cuescomates de bajareque tejido con lodo y las paredes de adobe y los techos de teja roja de las casas, los pabellones ligeros y los petates no prestaban espacio a la paz y los corazones se exprimían como mangos maduros y apachurrados.

Pero la muchachada tenía su historia. No era tierra de cobardes ni de pendejos, y cual más de los vaqueros sabía traer pistola o cuchillo, algunos solían traer alguna reata y los más chicos incluso cargaban su charpe con que cazaban palomas o iguanas en las tardes de ocio, y por eso se cansaron muy pronto de estar encerrados por las noches, o por lo menos se cansaron de sentir que debían estar en sus casas justo en las horas en que el frescor mitigaba los cansancios y que siempre habían sido buenas para las reuniones, los juegos y las correrías. De alguno surgió la idea de salir a cazar, de poner puntos estratégicos por donde era necesario pasar como la barranca vieja que une el lado este con el oeste del pueblo, la loma del mogote que dejaba mirar los cuatro puntos cardinales, la esquina de Lucio Blanco que cubría un cuadro de más de cinco calles porque parecía el centro de una estrella de Belén, la calle recta de la iglesia que alcanzaba más de un kilómetro desde el árbol grande hasta el panteón y las callejuelas de la ladera del río.

Poco más o poco menos calcularon y salieron una noche de lunes, pero dio la casualidad que esa noche no hubo nada que cazar, dejaron correr varios días sin que pasara otra cosa que el silencio de los estíos, las luces de las luciérnagas y el fastidioso zumbido de los zancudos y palomillas. Dejaron de lado la cacería porque en toda la semana corrida no se había movido nada, y luego otra semana y otra más porque las correrías eran buenas con bullicio y juegos y no con sigilos y espantos.

Extrañamente, los lamentos se dejaron oír dos días en que los hombres anduvieron ocupados con faenas lejanas del pueblo, y fue más extraña la ocasión en que ya estaban apostados y solo se escuchó un grito perdido entre los árboles de cazahuate más allá de una hondonada que llamaban Paso Hondo, en otro día Silvano chifló por la loma de Aquino porque clarito oyó que el grito salía del panteón, sin embargo, en esas dos veces la voz se silenciaba después de ese primer quejido. Estaban un poco asombrados, así que de pronto y sin común acuerdo, como conectados por un mismo cable a una misma fuente de pensamientos dejaron de salir a la calle, aunque se acostaban con la ropa puesta y las armas debajo de la almohada y sin pegar el ojo ni vencerse por el sueño.

Apenas dos días pasaron en pascuas, como dicen, cuando se escuchó un viento quejoso de ultratumba ¡…siiiiiijoooooooooss! y, como si fueran la misma cosa o, más bien, como si los emitiera una misma fuente, siguió el primer silbido por la loma de Aquino, el siguiente lo dio Martín y dicen que se oyó por la ladera del río, un minuto después estaba chiflando Alejo en la barranca que entra a Tezoquipan y ahí se topó la muchachada, que acelerada y azorada veía a escasos cinco o diez metros cómo entre los matorrales de huizache y cubata cruzaba aquel ropaje blanco que volaba sin que la aspereza del huizache siquiera rozara las telas inmaculadas.

Cual más cual menos sintió el escalofrío del espanto, pero en ninguno entró el miedo ni la cobardía. Corrieron detrás impelidos también con una fuerza sobrenatural, brincaron las matas, apartaron los ramalajes sin ningún miramiento sangrándose los dedos o rajando la manta de la camisa o el pantalón, y la figura seguía adelante de ellos. Ya no eran ni diez ni cinco metros de zancadas los que aquel bulto les sacaba sino apenas cinco o siete pasos, y vieron claramente a la luz de los tionoshtles ardientes que debajo del traperío el cuerpo de una mujer enjuta se divisaba, y por el costado izquierdo Miguel alcanzó a distinguir un tobillo moreno.

¡Tía Rosa Gil! gritó potente. La mujer corrió tres pasos más, pero se dio en la cara con un palo ralo de cuaneshtle que la detuvo en seco. El corro la rodeó completamente, ya Salmerón, Beto, el Gato y otros más tenían el cuchillo en la mano cuando Jacinto Vázquez jaló los trapos. Al mismo tiempo el griterío y los sopapos se soltaron como lluvia con truenos ¡Tía Rosa Gil! ¡Qué reparió! ¡Hijueputa! ¡No me peguen, muchachos, no me peguen! ¡Carajo! ¡Gran puta! ¡Maldita vieja! y demás expresiones conocidas. ¡No me peguen, muchachos, no me peguen!

Miguel y Alejo pararon las manos de los compañeros, agarraron a tía Rosa de la mano y la jalaron sacándola de aquella maraña de yerbas y hombres, sin complacencias ni tratamientos, torciéndole las manos y torciéndose los pies entre las piedras coloridas y lustrosas que las aguas barrancosas iban arrastrando de los cerros. Era mucho el desconcierto, la locura de toda aquella correría, la esperpéntica mujer vestida allí con una sábana mal cortada y los cabellos lacios sueltos hasta la media espalda, electrizados por la manta que los había cubierto, las caras rojas y calientes de los hombres, las respiraciones todavía fuertes como resoplidos de caballos, las piernas sudorosas y ligeras, y más tionoschtles y ocotes prendidos que algunos habían tirado ya para ver algo más que sombras y siluetas como fantasmas en medio del campo y de la noche. ¡¿Pero qué diantres, mujer?¡ preguntó Alejo sin soltarla. ¡¿Qué carajos haces?! Y volvió a sacudirla.

Ella se tiró de rodillas gritando ¡No me peguen! ¡No me peguen! Pero ya nadie se movía. Entonces Jairo al que llamaban Navajitas, un mozuelo de escasos dieciséis años, salió al frente, en su cara roja y redonda brillaban sus ojos como lava cuando caminó entre los compañeros que lo veían ya más con curiosidad y burla que con enojo por todo el lío causado. Rosa Gil, de rodillas como estaba le rodeó las piernas y con voz firme y alta, más una orden que una petición, le dijo ¡No quiero que te vayas más!

Los hombres se fueron alejando uno a uno y poco a poco, de manera que Jairo y Rosa no se dieron cuenta del momento en que se quedaron solos; los demás no supieron que hablaron Rosa y Jairo aquella noche, pero Jairo vivió con Rosa Gil desde esa noche hasta el día en que nació su hijo al cabo de un año, después se fue y nunca más regresó ni con Rosa ni al Pueblo.