La andalona

Esta es una historia vieja de este pueblo que ya es viejo. La mujer tenía un nombre apreciable, Rosa Gil, era la única de las veintitantas casas que sabía leer en el silabario de san Miguel y era también la única que podía enseñar a escribir las letras y a contar con los números tanto arábigos como romanos, cosa que servía de muy poco en el pueblo donde los ricos contaban apenas de seis a diez hectáreas de tierra y de cien a doscientas cabezas de ganado.

Rosa Gil era maestra. Era la maestra. Era una mujer delgada como una vara de tecolotillo, seco ya y listo para el bajareque. Siempre usaba el cabello recogido en una trenza apretada y recogida en un chongo más apretado, atado y adornado con un listón amarillo porque ese era el color del sol, el cabello siempre brilloso y oliendo al aceite de ajonjolí que molían y hervían por la tardes del verano, cuando el calor tenía el poder para secar las cobijas tendidas en lo que una niña aventaba tortillas y otra removía las semillas de calabaza. Las enaguas no eran de manta blanca como los pantalones de los campesinos, sino de telas floreadas como alas de mariposas que caían en la lomita del tobillo moreno. Las blusas todas tenían el mismo corte recto y cuello redondo con un cordoncito amarillo a manera de moño.

No era una mujer amargada a pesar de rondar los veinticinco años y de no haberse casado. En esos tiempos eso era de mucho andar en cuentos de lavadero, más bien, de piedras de río porque ahí era donde lavaban ropa la mayoría de las mujeres, y así unos decían que pobrecita no se había casado, y otras que era rara y tenía mal carácter, y por ahí que seguro tenía algún hombre escondido porque una noche, muy entrada la noche, habían visto la sombra de un hombre salir de su casa, y por allá que la habían visto llamando a Fulano de una manera por demás atrevida, y que más que la verdad Rosa Gil no valía ya ni un centavo partido por la mitad.

De cierto no se sabía nada. Es más, de diez niños en edad escolar iban a sus clases de manera regular siete de ellos, los otros tres iban más al campo y al ganado que a la escuela, porque, como decían sus padres, ya conocían las letras y los números, y no había más por conocer. Si alguna habladuría se hubiera confirmado seguramente las mujeres no habrían mandado a los chiquillos a la escuela.

Por otra parte, Rosa Gil no sabía ninguna otra cosa más, solo enseñar las letras y los números del silabario de san Miguel. No sabía moler para hacer tortillas, no sabía barrer las hojas que entraban a la cocina de bajareque, ni limpiar el cuarto largo de grueso adobe y todo pintado con la cal blanca, no sabía tortear chocolate ni preparar mole, no sabía cocer ajonjolí ni exprimir queso. En fin, todos decían a ciencia cierta, sin sombra de duda, que Rosa Gil era maestra de letras, pero que no sabía hacer nada más. Así era la vida de Rosa Gil hasta que llegó la novedad.

Cómo empezó todo y cuándo en tiempo preciso, nadie sabe, solo que por aquellos años en que nuestros abuelos eran muchachuelos de charpe y muchachos de tres pelos en la barba, por aquellas noches de calor sofocante y por aquellas otras de lluvia tormentosa y larga de pronto empezaron a escucharse lamentos, prolongados y lastimeros gritos que, como dicen, ponían los pelos de punta y las pieles de gallina.

¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! alcanzaban a escuchar poco después de que el reloj de la iglesia había terminado de contar nueve o diez campanadas de la noche. ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! comenzaba el grito tan poderoso que a pesar de los vientos o de los truenos se partía la noche como un gajo de naranja, que más, como el cascarón de un huevo que cruje y no pueden volver a juntarse las partes, y luego se iba confundiendo con el barullo de las hojas de los árboles que sobrenaturalmente mantenían el timbre de la voz humana. ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! y parecía que con el último látigo del rayo y el coletazo del relámpago acababa también el último gemido, que era más bien una queja bien honda, que sonaba como si le abrieran el pecho en dos, o las carnes se ajaran, ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss!

Comenzaron a decir que se había oído esto, que se había oído aquello, que por la calle de Isabelo Chávez, que no, por ahí no sino por la casa de Justino de Dios, y luego había bajado hasta don Moisés para agarrar la barranca de María Ruíz, así eran las versiones de unos que cambiaban para otros quienes la había oído por el panteón, cruzando la calle de Marcos y bajar a la de Jacinta, hasta que conciliaron en que el grito cruzaba todo el pueblo, unas noches por un lado y otras por otro, sin dejar calle ni barranca sin visita.

Un buen día Cirilo no pudo salir a ver a la novia porque se le hizo noche y, necio, agarró la calle del árbol grande que está en la barranca vieja cuando dieron las once campanadas, y antes de que diera media vuelta ya el cuchillo del grito se encajaba en el pueblo desde quién sabe dónde. Dio media vuelta para regresar a su casa cuando el grito sonó a sus espaldas, se volteó y alcanzó a divisar un trapo blanco, como tela de araña que revoleó detrás de la casa de la esquina, que en esos años era de Fidelia Díaz. A la semana siguiente Juan contó algo parecido, solo que él alcanzó a mirar que la figura vestía toda de blanco y parecía que volaba de lo rápido que iba.

Llegó el día en que la gente del pueblo se vio ante la disyuntiva de que al anochecer no era posible salir a las calles porque la andalona se apoderaba del pueblo con su espeluznante grito ¡Aaaaaaayyyyyy miiiissiiiijooooosss! y los jóvenes en edad de merecer tampoco podían salir a merecer porque aquel espeluznante grito se imponía sobre los cerros y los llanos, fluía en las aguas de las barrancas y por los meandros del río entre la oscuridad de sus agitadas corrientes, penetraba los cuescomates de bajareque tejido con lodo y las paredes de adobe y los techos de teja roja de las casas, los pabellones ligeros y los petates no prestaban espacio a la paz y los corazones se exprimían como mangos maduros y apachurrados.

Pero la muchachada tenía su historia. No era tierra de cobardes ni de pendejos, y cual más de los vaqueros sabía traer pistola o cuchillo, algunos solían traer alguna reata y los más chicos incluso cargaban su charpe con que cazaban palomas o iguanas en las tardes de ocio, y por eso se cansaron muy pronto de estar encerrados por las noches, o por lo menos se cansaron de sentir que debían estar en sus casas justo en las horas en que el frescor mitigaba los cansancios y que siempre habían sido buenas para las reuniones, los juegos y las correrías. De alguno surgió la idea de salir a cazar, de poner puntos estratégicos por donde era necesario pasar como la barranca vieja que une el lado este con el oeste del pueblo, la loma del mogote que dejaba mirar los cuatro puntos cardinales, la esquina de Lucio Blanco que cubría un cuadro de más de cinco calles porque parecía el centro de una estrella de Belén, la calle recta de la iglesia que alcanzaba más de un kilómetro desde el árbol grande hasta el panteón y las callejuelas de la ladera del río.

Poco más o poco menos calcularon y salieron una noche de lunes, pero dio la casualidad que esa noche no hubo nada que cazar, dejaron correr varios días sin que pasara otra cosa que el silencio de los estíos, las luces de las luciérnagas y el fastidioso zumbido de los zancudos y palomillas. Dejaron de lado la cacería porque en toda la semana corrida no se había movido nada, y luego otra semana y otra más porque las correrías eran buenas con bullicio y juegos y no con sigilos y espantos.

Extrañamente, los lamentos se dejaron oír dos días en que los hombres anduvieron ocupados con faenas lejanas del pueblo, y fue más extraña la ocasión en que ya estaban apostados y solo se escuchó un grito perdido entre los árboles de cazahuate más allá de una hondonada que llamaban Paso Hondo, en otro día Silvano chifló por la loma de Aquino porque clarito oyó que el grito salía del panteón, sin embargo, en esas dos veces la voz se silenciaba después de ese primer quejido. Estaban un poco asombrados, así que de pronto y sin común acuerdo, como conectados por un mismo cable a una misma fuente de pensamientos dejaron de salir a la calle, aunque se acostaban con la ropa puesta y las armas debajo de la almohada y sin pegar el ojo ni vencerse por el sueño.

Apenas dos días pasaron en pascuas, como dicen, cuando se escuchó un viento quejoso de ultratumba ¡…siiiiiijoooooooooss! y, como si fueran la misma cosa o, más bien, como si los emitiera una misma fuente, siguió el primer silbido por la loma de Aquino, el siguiente lo dio Martín y dicen que se oyó por la ladera del río, un minuto después estaba chiflando Alejo en la barranca que entra a Tezoquipan y ahí se topó la muchachada, que acelerada y azorada veía a escasos cinco o diez metros cómo entre los matorrales de huizache y cubata cruzaba aquel ropaje blanco que volaba sin que la aspereza del huizache siquiera rozara las telas inmaculadas.

Cual más cual menos sintió el escalofrío del espanto, pero en ninguno entró el miedo ni la cobardía. Corrieron detrás impelidos también con una fuerza sobrenatural, brincaron las matas, apartaron los ramalajes sin ningún miramiento sangrándose los dedos o rajando la manta de la camisa o el pantalón, y la figura seguía adelante de ellos. Ya no eran ni diez ni cinco metros de zancadas los que aquel bulto les sacaba sino apenas cinco o siete pasos, y vieron claramente a la luz de los tionoshtles ardientes que debajo del traperío el cuerpo de una mujer enjuta se divisaba, y por el costado izquierdo Miguel alcanzó a distinguir un tobillo moreno.

¡Tía Rosa Gil! gritó potente. La mujer corrió tres pasos más, pero se dio en la cara con un palo ralo de cuaneshtle que la detuvo en seco. El corro la rodeó completamente, ya Salmerón, Beto, el Gato y otros más tenían el cuchillo en la mano cuando Jacinto Vázquez jaló los trapos. Al mismo tiempo el griterío y los sopapos se soltaron como lluvia con truenos ¡Tía Rosa Gil! ¡Qué reparió! ¡Hijueputa! ¡No me peguen, muchachos, no me peguen! ¡Carajo! ¡Gran puta! ¡Maldita vieja! y demás expresiones conocidas. ¡No me peguen, muchachos, no me peguen!

Miguel y Alejo pararon las manos de los compañeros, agarraron a tía Rosa de la mano y la jalaron sacándola de aquella maraña de yerbas y hombres, sin complacencias ni tratamientos, torciéndole las manos y torciéndose los pies entre las piedras coloridas y lustrosas que las aguas barrancosas iban arrastrando de los cerros. Era mucho el desconcierto, la locura de toda aquella correría, la esperpéntica mujer vestida allí con una sábana mal cortada y los cabellos lacios sueltos hasta la media espalda, electrizados por la manta que los había cubierto, las caras rojas y calientes de los hombres, las respiraciones todavía fuertes como resoplidos de caballos, las piernas sudorosas y ligeras, y más tionoschtles y ocotes prendidos que algunos habían tirado ya para ver algo más que sombras y siluetas como fantasmas en medio del campo y de la noche. ¡¿Pero qué diantres, mujer?¡ preguntó Alejo sin soltarla. ¡¿Qué carajos haces?! Y volvió a sacudirla.

Ella se tiró de rodillas gritando ¡No me peguen! ¡No me peguen! Pero ya nadie se movía. Entonces Jairo al que llamaban Navajitas, un mozuelo de escasos dieciséis años, salió al frente, en su cara roja y redonda brillaban sus ojos como lava cuando caminó entre los compañeros que lo veían ya más con curiosidad y burla que con enojo por todo el lío causado. Rosa Gil, de rodillas como estaba le rodeó las piernas y con voz firme y alta, más una orden que una petición, le dijo ¡No quiero que te vayas más!

Los hombres se fueron alejando uno a uno y poco a poco, de manera que Jairo y Rosa no se dieron cuenta del momento en que se quedaron solos; los demás no supieron que hablaron Rosa y Jairo aquella noche, pero Jairo vivió con Rosa Gil desde esa noche hasta el día en que nació su hijo al cabo de un año, después se fue y nunca más regresó ni con Rosa ni al Pueblo.

Soliloquio de una taza de café

Salí de la alacena a las cinco cuarenta y cinco de la mañana. No sé por qué tras el café soluble puse leche sobre mi lomo, como si fuera un burro cargado de cántaros que viene de un río, y luego añadí algunos sobres de azúcar light. Me puse frente al ventanal que da al malecón para mirar el mar, pero no se veía nada porque aún no amanecía y además estaba lloviendo. Levanté el libro de viejas poesías y dejé caer en voz alta las palabras, sin encontrar sentido repetí dos o tres veces sólo por el placer insano del sonido, como monedas que caen en el mostrador limpio de un mesón, del mesón que está frente al mar, en el malecón.

No amaina. Y me corre ya cierta desesperanza de estar en una mesa del mesón con mi libro a un costado como mujer recién creada, y un pitillo de los que abandonan los ilustres lectores de filosofía, y las migajas del pan que desmoronan con sabiduría las putonas bien nacidas. No amaina y mi lomo siente el jugo de su pesada carga.

Vuelvo a leer en el libro de poesías. Dice cosas sobre besos inolvidables y sobre bocas de grana. Y sonrío. Río de verdad con ganas esquizofrénicas que exudan mi contenido. Y lloro de verdad, de pronto, catárticamente, de tantas tazas de café guardadas, de tantas bocas sabidas y de las bocas que hoy, si no amaina, habré perdido sin oportunidad de encontrar de nuevo sorbiendo mi alma en tragos lentos, con la lengua restregándose suavemente en los labios cuasi cerrados, rompiendo el sello de la honrada virginidad del café que sirven en el mesón, en ese mesón donde huele a transaccionales tertulias y librescos pitos, cuya irreverencia por las leyes públicas y los letreros que, dicen las malas lenguas, manda poner la autoridad sana y democrática del nuevo México es notable aunque pueril.

¡Qué voy a saber yo de sanidad! Toda la vida camino a prisa cargada la espalda con el café descafeinado que parece mujer deshidratada y anoréxica. Quizá por eso hoy he recurrido a la madre de todas las resignaciones y he puesto un golpe de leche en el alma negra soñando que llegaré al mesón.

Por lo menos el sol ha salido y el mar comienza a venirse como un rumor de bocas y de tragos de un buen café mundano.

Las tres mujeres (Teresa)

Hizo un viaje doña Teresa a la ciudad de Guadalajara, evitó Michoacán porque el asunto era privado. De años atrás conocía a un grupo de hombres dedicados al negocio de la trata, la estafa y el robo descarado; algunos habían ido a la cárcel, pero siempre salían libres luego de poco tiempo. Habían llegado a la ciudad de México mucho antes que ella y se habían ido expandiendo a las principales ciudades del territorio colonizado, aunque ella y su esposo habían conocido al cabecilla justo cuando regresaban de un viaje trasatlántico. En aquel entonces sólo había escuchado el teje y maneje entre su esposo y el hombre con mallas aterciopeladas, pero, cuando enviudó, ella tuvo que habérselas con todo ese género de órdenes y pagos.

Se había dirigido a una casa solariega con un jardín enorme, el hombre, ahora envejecido y con una cicatriz que apenas asomaba por el encaje de la manga derecha, la saludó alabando el buen gusto de los aretes de perlas, Ordenó algo para comer y pasaron a un salón pequeño y oscuro. Teresa pagó en efectivo todo lo que llevaba en un pequeño bolso de terciopelo rojo, mientras ponía el contenido en la mesa, el hombre la tranquilizaba. No se preocupe, doña Teresa, no se preocupe; ya sabe que siempre estamos para servirla; además, le agradecemos su intervención cuando el robo de la plata, dijo apretando los labios y golpeteando la lengua que produjo un ruido chicheante y continúo, ya sabe, Madre, ya sabe cómo culpan a los inocentes, y sonrió.

Teresa no respondió. Pero después advirtió, No quiero que le hagan daño, solo la entregan en el hospital y ahí ya sabrán que hacer. Tiene que ser el día de Corpus Cristi, ese día mi hijo estará en la procesión y luego tiene que ir a Michoacán. Ustedes se la traen para acá, la retienen seis meses o un año y luego la entregan en el hospital de México. Sí, señora, usted no se preocupe, a mí ya me hace falta una moza joven que ayude en la cocina, je, je, pronunció el hombre, usted no se preocupe, además ya conocemos su generosidad, doña Teresa, su generosidad, dijo casi cantando. Eso no me interesa, remarcó ella, lo que quiero es que mi hijo no la encuentre, que no la encuentre nunca.

El día de Corpus todos salieron a la procesión, primero las tres columnas de curitas con los libros abiertos, los decanos que cargaban la sagrada Hostia en una mesa adornada con sedas y listones, atrás los caballeros, los bachilleres y más atrás los siervos, los esclavos, el pueblo que miraba pasar los estandartes y los cirios mientras se repegaban a las orillas del camino, y a pesar de que el acto era solemne, se escuchaba un murmullo que impedía oír lo que predicaban los ministros. Mariana salió al pueblo, quería mirar la procesión y pedir al Santísimo que le concediera su petición, que sería buena hija para doña Teresa, que le hiciera lo que le hiciera jamás se enojaría con ella, que amaba profundamente a Pedro, que juraba ser buena esposa y darle buenos hijos, que, por favor, Dios… y de pronto estaba en un carro, medio tirada en el asiento, con un hombre barbudo y grueso mirándola con desprecio, en su mano derecha sostenía un chuchillo de hoja brillante y delgado apuntando justo frente a su rostro.

Habían pasado seis meses en que Pedro anduvo loco buscando a Mariana, seis meses que doña Teresa ocupó tejiendo las relaciones con María Farfán, una joven de fina complexión y de carácter dócil que aceptó todo cuando doña Teresa le dijo y pidió. Mira, ven a pasar unos días a la casa, y estando en casa le dijo, Mira, mañana haré que mi hijo beba un poco, así que prepárate para cuando te mande llamar, María Farfán, que realmente era inocente y núbil la escuchó sin comprender, así que Teresa la instruyó, Te pones el camisón para dormir que mandaré con la esclava y vas y te metes a la cama de Pedro, Pero, Doña Teresa, quiso decir María. Nada de peros, cortó doña Teresa.

Y así lo hizo la joven María, se metió en la cama de Pedro, el rico hacendado y dueño de la mina de Plata. No bien se hubo metido y Pedro quiso saber lo que pasaba, cuando doña Teresa se metió intempestivamente en la habitación, gritando, indignada por el descaro y la falta en que habían incurrido, ¿Crees que don Miguel va a quedarse tranquilo?, gritó, Tienes que reparar la falta, pero Pedro no solo no sabía de qué falta hablaba su madre, sino que apenas comprendía lo que pasaba merced a la borrachera que tenía.

Fue una boda memorable que, dada la premura del secreto acontecimiento, debió celebrarse a puerta cerrada, al menos eso dijeron al principio, aunque después doña Teresa y don Miguel prepararon tal pompa y festín que las amonestaciones y el cotilleo llegaron hasta la ciudad de México.

Las tres mujeres (Teresa)

Al comenzar la historia de esta segunda mujer, estimados lectores, primero debo ofrecer una explicación por la demora en dar a conocer la vida de esta segunda mujer, Teresa, y ha sido por razones totalmente ajenas a mi voluntad: la primera de estas razones es que he ido a parar al hospital por un hongo que he respirado en el papel amarillento de estas hojas que he recibido, y la segunda razón es que la letra de las fojas 568 y 602 –hojas sueltas, por supuesto y que contenían esta historia– tenían esa letra endemoniada que otros ya han llamado procesal y no la clara y bien proporcionada bastarda de los primeros folios, lo que en un comienzo me detuvo para entender lo que allí se contaba. Puesta esta nota ante ustedes, comenzaré la breve historia.

Para empezar, Teresa era española. Si en su muy temprana juventud la vida pintaba oscurecida por las incertidumbres de aquellas lejanas tierras a donde viajaría para casarse, su matrimonio con Ramón, español como ella, le deparó un matrimonio próspero y afortunado. Ramón, quien primero fuera mercante de todo género de artículos entre la ciudad y las nuevas fundaciones del norte, y minero próspero cuando entregó arras, fue el padre de Pedro, el único hijo que pudo concebir a pesar de intentos y curaciones; así ella gozaba de una madurez plena de salud y riqueza.

Había sido siempre una mujer delgada, sin más curvas que las que limitaban sus ojos de color café transparente como la miel, de piel blanca y de carne dura propia de la juventud, misma que conservaba en su entrada a la década de los cincuenta, su actual belleza se reforzaba con la rapidez y claridad con que visualizaba el porvenir, el teje y maneje de lo que decía y de lo que callaba, cruzando los hilos y los hechos para conseguir sus propósitos. Inteligente y astuta, heredera de fortunas, al rondar los treinta años de trabajo en una ciudad tan alejada de Dios y de los hombres, viuda de cinco años atrás de un hombre de carácter reacio y avaricioso del que había sido fiel mujer y más fiel aprendiz, tenía ya el colmillo adornado de dulzura y de palabras inocentes, el mismo colmillo con que mantuvo en camino los negocios y la conducta del hijo, permisiva solo en lo que a gustos pasajeros, pero férrea e implacable en las consideraciones peligrosas.

No pasaron tres días cuando alcanzó, como dicen, de un plumazo, que algo pasaba entre su hijo y la huérfana, aunque a los quince días, más o menos el tiempo acostumbrado, contó con que la muchachuela le hubiera dado ya el remedio a Pedro, así que se dedicó a resolver el asunto de las mercaderías que recién habían desembarcado de la China, que las sedas y las especias, los encajes y los cajones de libros de piedad y, al parecer, bajo el manto de estos un grueso fondo de libros prohibidos que había que distribuir cuidadosamente por que las ganancias no eran despreciables, además de otras menudencias del gasto corriente como los rosarios de plata, los anillos y las gargantillas de pedrería que preparaba para el ajuar de la futura nuera, que sería María, la núbil hija del traficante de esclavos, el próspero negocio.

Cuando el cura confesor le puso el aviso del romance, ella lo miró apenas sorprendida, como si una débil mosca se hubiese atrevido a pasar delante de sus ojos. No se preocupe, había dicho el cura, estoy seguro de que Pedro entrará en razón y que la muchacha no pretenderá seguir con esa locura. Pero Teresa no era el tipo de mujer que esperaba nada. Así que fue directo con Pedro y, sin dejarlo hablar ninguna palabra, le advirtió lo inadecuado del amorío, que terminara ya con esa desagradable situación. Lo segundo que hizo fue poner a Mariana de patitas en la calle, como dicen, y con el tono y la mirada fue tan clara como si le hubiese sorrajado un palo en la cabeza.

Pedro se portó como si estuviera dispuesto a resistir los golpes, mientras Teresa apenas lo miró furtiva. Lo más atrevido fue que respondió, Madre, voy a casarme con Mariana. Teresa se levantó, sonrió casi con dulzura mientras caminaba hacia puerta de la habitación, y al pasar rozando con su falda de seda la roída enagua de Mariana, miró a Pedro, le acarició la mejilla barbuda, apretó la voz entre los dientes y sonriendo respondió, Olvídalo.

Las tres mujeres (2ª. parte)

Al parecer, la mestiza llevaba las enaguas alzadas y brillaban las pantorrillas húmedas, sus pies menudos y sus dedos frescos confirmaron las proporciones perfectas del cuerpo, y eso fue lo primero que Pedro vio. Que si la trenza era gruesa, abundante y negra, que si la nariz pequeña y recta, que si la piel era blanca y los ojos cristalinos con el brillo de la luz lo supo con una punzada en el pecho. No era un niño. Sabía de mujeres tanto como se lo permitía el ir y venir entre mozas y esclavas de sus últimos diez años. Pero la mano suave que le tendió el jarro lleno de agua fresca aquella tarde se quedó en su mente para siempre, o por lo menos durante muchos años. Si pasó un mes o un año no se sabe, pero así fue que desde entonces Mariana se encargó de servir el desayuno del señor, el almuerzo del señor, la comida del señor, la cena del señor, y todo lo que Pedro necesitó, y así fue también que hablaron de sus vidas, y él se conmovió por la historia desafortunada de Mariana, y ella admiró los trabajos por la fortuna recibida.

El confesor de Pedro, un joven párroco recalcitrante y puritano, observante de que el cirio blanco fuera verdaderamente blanco, fue el primero que supo sobre la palabra dada entre ellos, y claramente advirtió la inconveniencia. Fue quien puso en hilos a doña Teresa apenas verla, eso sí, sin violar el voto del secreto de confesión. Que se anduviera con cuidado de las mujeres que entraban a la casa, que esas desavenidas son mañosas, aunque tengan cara de buenas, y que, en fin, él cumplía con ponerla en aviso por agradecerle las limosnas que tan piadosamente entregaba. La limosna no era poca, claro. Desde el acompañamiento por la tempestiva agonía de su esposo, doña Teresa no escatimó en gastos. Su generosidad alcanzó los siete mil pesos tan solo entre el entierro de gran pompa, que tuvo treinta sacerdotes de capa y cincuenta indios cantores alzando el réquiem al cielo, con nueve descansos divinamente ataviados con tela negra donde el humo de las velas y el murmullo de los acompañantes daban la impresión de un enjambre, y un novenario de misas cantadas, con ofrenda, vigilia y sermón. Pagaba también una lista de cien misas por las ánimas del santo purgatorio, y alrededor de quinientas repartidas entre la Virgen Santísima, san José, san Francisco, con cuyo hábito habían amortajado el cuerpo, y de tantos otros santos como fuere necesario para cumplir con la santa madre Iglesia. Y, para las honras, durante el mes de agosto en que había descansado en paz Ramón, se mandaba el novenario de misas cantadas, con sermón incluido, además de una generosa contribución a la fiesta patronal por tres años consecutivos, es decir, por tres aniversarios, pagando desde la vestimenta de los bachilleres que antes ya habían acompañado el cuerpo, hasta la cerería y los cohetes de las vísperas. Y todo por el mismo bien: la salvación del alma del difunto.

Por otra parte, el cura ya había tomado cartas en el asunto, y como era también el confesor de Mariana, había empezado por lo primero, que era sermonear a la muchacha y ponerla en su lugar. Una pobre huérfana no puede aspirar a tanto, no puede ser tan atrevida, ¿qué aportas al matrimonio? Pones en riesgo a don Pedro, es más, tú misma vas a sufrir. Le dijo. Es de suponerse que los argumentos del buen hombre eran, hasta cierto punto, ciertos y sinceros. O tal vez más ciertos que sinceros. ¿Qué ganaba él con que ese matrimonio no se llevara a cabo? Los pesos que daba Teresa bien podía regalarlos Pedro, lo comprendía, o por lo menos lo imaginaba. Pero también conocía los alcances de doña Teresa, y no era conveniente que fuera a platicar con la esposa del gobernador, ni con algunas mujeres de los hombres del cabildo, y mucho menos era conveniente que se tomara el asunto en mano propia, que era peor, como sucedió.

Mariana no era tonta, pero no sabía de dar batallas; su arreo era estar tranquila y sobrevivir. A pesar de eso, no se intimidó a las primeras. Y dio fe de que su amor por Pedro era sincero, que su amor bastaba para sobrellevar cualquier problema, que ella le amaba y que él le correspondía en los mismos términos. El mismo Pedro mostró la intención recta de sus amores y le pidió al santo cura que por favor hablara con su madre, porque había puesto el grito en el cielo para subir sus apuestas. Esa unión no se llevaría a cabo. Aunque pronto comprendió que el cura era otro problema. Así que fue a Valladolid, él a caballo según para viajar rápido y ligero, pero al paso de una caravana que se atascó más de dos veces y que tuvo el eje de la rueda destrozado otras tantas, y fue casi exclusivamente para hablar con el obispo y pedirle que mandara al cura no suscitar dimes y diretes en la comunidad, y menos entre madres e hijos que siempre habían tenido entendimiento y amor. El señor obispo lo recibió a las quinientas y le dictó a su secretario unas líneas dirigidas al santo. Y el santo miró el papel fijando los ojos, luego lo doblo, y resolvió que todo seguía en las mismas. Finalmente, así las cosas, Pedro no encontró quién lo casara con Mariana, y Mariana estuvo sometida a los vientos que doña Teresa quiso soplar antes de que los dos se dieran cuenta.

Continuará

Las tres mujeres

Aunque es un recurso gastado comenzaré así. Primero porque así sucedió, y segundo porque nunca he tenido mucha imaginación. Hace unos días me llegó algo inesperado. El sobre de un hombre que no conocía, pero cuya letra me recordó los manuales de caligrafía que hojeé en aquellos años de estudiante en la preparatoria. El sobre blanco contrastaba con el papel amarillento de la carta, tenía unas leves manchas de humedad y tenía fecha de siete semanas atrás.

Tenía mi nombre, sí. ¿Era para mí? No lo sé. Tal vez solo equivocó los datos. Saben los que me conocen que soy taciturno, de horarios fijos y de pocas relaciones sociales. Voy a la oficina a las seis de la mañana, al llegar enciendo la computadora y me la paso capturando datos que me envían los de mercado, y salgo a las seis cuando el sol nada más se intuye por la luz blanca de la tarde. Así que me sorprendió recibir un sobre. Sin embargo, ya que estuvo entre mis dedos lo abrí con emoción contenida, y descubrí que esa letra era fácil de leer. Así me encontré con la vida de tres mujeres, tres historias cortas que les referiré aquí.

Mariana fue una mestiza pobre, y aunque quien escribe alaba su belleza, remarca que tenía dos grandes defectos, dichos ya, que era pobre y que era mestiza. Se enamoró de Pedro el heredero de la hacienda y de la mina de plata, y Pedro se enamoró de ella. Por una vez en la vida amó, y su amor fue tal que no usó de sus derechos de amo y le pidió matrimonio. ¡Qué feliz se vio Mariana! El trabajo en la cocina de pronto estuvo iluminado, acarrear agua, ir al huerto, destazar las aves, todo escondía, como dicen, el brillo y la esperanza del amor. Y Mariana le quería, no por la hacienda ni por la mina, le quería por que sí, porque tenía la mejor estampa del mundo, porque los castigos más grandes que infringía a los esclavos eran horas extras de trabajo, y jamás dio orden de azotar o de matar, ni siquiera cuando acusaron a Juan y a Miguel por haberse llevado medio costal de maíz.

Todos sabían que Mariana era huérfana. De su abuelo se decía que había sido un bastardo dedicado a robar ganado por el sur, y que llegó al pueblo a malgastar el dinero. Su padre, un hijo de la casualidad, llegó a la hacienda con una escuincla de escasa edad y cuerpo irrisorio, trabajó como campesino y murió un par de años después. No había más. Nunca supo quién fue su madre. A ella la había parido el aire. Se arrimó en la cocina donde le regalaban un poco de comida, se ofrecía a ir por agua, a lavar las piedras del camino por el que entraban y salían ya que no le permitían entrar, y así creció a la sombra de la mendicidad y la compasión. La cocinera, una rechoncha y buena mujer, le dio una muda de ropa y la mandó bañar, comprendió que la niña no era niña sino mujer, y que pronto estaría al alcance de los hombres, así que habló con doña Teresa que le permitiera tener una ayudante, que por su edad la requería, que le rogaba mucho, que no costaría más que dos platos de comida y unas mudas de ropa, y que, en cambio, si buscaban otra podía costar hasta un jacal para vivienda. Y así entró Mariana a la hacienda. Y lo que nunca, por esas cosas que dicen del azar o del destino, a una hora moribunda entro Pedro a buscar agua.

Continuará.

Espanto

Volvieron. Fue en la noche del 25, en las vísperas de la Reverberación de Santa Teresa la Mayor. Estaba acostada donde dormía antes de venirme a la casa de la ciudad, a la entrada del cuarto de teja en aquel galerón tan fresco que había levantado tío Talo. Ya era entrada la noche cuando comenzaron a llegar.

Los presentí poco antes porque sentí luego ese espanto sin motivo que suele anticiparlos; la piel se llena de pequeñas contracciones que erizan los vellos, en el corazón se forman bolsas de aire que ahuecan, y la mente se pone alerta. Y, efectivamente, llegaron. Pero ahora tenían pequeñas cabezas y no eran invisibles como suelen serlo. Además, tampoco era uno, grande, sino que eran muchos y pequeños; como cabras diminutas en manada se subieron arriba de mí, avanzando, trepándose por mis senos y deslizándose por mi vientre, alcanzando mis piernas y las puntas de los dedos de mis pies. Me llené de su fealdad en un instante y me convertí en un campo abierto, con una geografía hirsuta, árida. Y Pánico cabalgó desde los cuatro puntos cardinales como un viento. Violento. Creando un fuerte centro de choque.

En el momento en que me creí perdida recuperé la consciencia. Y volví sobre mí como quien se vuelve ansiando encontrar víveres para la supervivencia. Y así, en un jirón de mí sobre mí, pensé en Dios. Y confié. Al cabo de un rato, no se dónde se formó un corazón, extraño, suave, vivo y al mismo tiempo dibujado, y supe que era tu corazón, y que ellos se marcharían sin secuelas ni retorno, y que tú te quedarías conmigo. Y ya no importó que ellos estuvieran encima de mí porque no podían tocarme; siendo mi cuerpo sobre el que caminaban, yo estaba contigo, junto a tu corazón.