Volvieron. Fue en la noche del 25, en las vísperas de la Reverberación de Santa Teresa la Mayor. Estaba acostada donde dormía antes de venirme a la casa de la ciudad. A la entrada del cuarto de teja, aquel galerón tan fresco porque era de adobe y que había hecho tío Talo hacía más de cincuenta años.
Ya era entrada la noche cuando comenzaron a llegar; los presentí poco antes porque sentí luego ese espanto sin motivo que suele anticiparlos. La piel se llena de pequeñas contracciones que erizan los vellos, en el corazón se forman bolsas de aire que ahuecan por dentro, y la mente se pone alerta. Y, efectivamente, llegaron. Pero ahora tenían pequeñas cabezas y no eran invisibles como suelen serlo. Además, tampoco era uno, grande, sino que eran muchos y pequeños; como cabras diminutas en manada se subieron arriba de mí, avanzando, trepándose por mis senos y deslizándose por mi vientre, alcanzando mis piernas y las puntas de los dedos de mis pies. Me llené de su fealdad en un instante y me convertí en un campo abierto, con una geografía hirsuta, árida. Y Pánico cabalgó desde los cuatro puntos cardinales como un viento. Violento. Creando un fuerte centro de choque.
En el momento en que me creí perdida recuperé la consciencia. Y volví sobre mí como quien se vuelve ansiando encontrar víveres para la supervivencia. Y así, en un jirón de mí sobre mí, pensé en Dios. Y confié. Al cabo de un rato, no sé dónde se formó un corazón, extraño, suave, vivo y al mismo tiempo dibujado, y supe que era tu corazón, y que ellos se marcharían sin secuelas ni vuelta, y que tú te quedarías conmigo. Y ya no importó que ellos permanecieran porque no podían tocarme, ya no estaba ahí padeciéndolos y temiéndolos; siendo mi cuerpo sobre el que caminaban, yo estaba contigo, junto a tu corazón.